Las abuelitas del centro solían decir que durante los días de cuaresma y semana santa “Satanás anda suelto”. Algo que hoy la gente asume en un sentido figurado, pero en la Maracaibo de 1608 el significado era algo mucho más literal. De allí nace la historia de la Calle de Diablo (hoy conocida como Obispo Lasso).
Las raíces de esta creencia que habla de un ángel caído deambulando la tierra. En busca hombres y mujeres piadosas a quienes tentar en tiempos de vulnerabilidad espiritual, se derivan de la tradición católica que relata los últimos días de Jesucristo.
El evangelio cuenta que durante su ayuno de 40 días en el desierto, antes de la Pascua Judía y su crucifixión, Lucifer tentó al hijo de Dios. Tratando de hacerle flaquear en su fe y su naturaleza humana. Lo que interesa de este pasaje bíblico es su paralelismo con la historia de Doña Inés del Basto. Una misericordiosa dama de sociedad, que sin saberlo, sería puesta a prueba por el mismísimo diablo en una calle de la ciudad.
El diablo: un niño harapiento y desgarbado
La prestigiosa mujer que había llegado a Maracaibo a finales del siglo XVI procedente de Andalucía, era muy conocida por su filantropía y acomodada posición económica. Su esposo Don Francisco Ortiz, era dueño de varias tierras ubicadas en el casco histórico de la ciudad.
En uno de esos predios Doña Inés mandó a construir una ermita dedicada a Santa Ana. Con un hospital de seis camas para atender las enfermedades de sus esclavos. Con los años el centro asistencial se transformaría en la Casa de la Beneficencia. Posteriormente sería el Hospital Central Antonio José Urquinaona.
El relato cuenta que todas las mañanas Doña Inés se levantaba antes de salir el sol para ir desde el Hato de los Ortíz, hasta la Ermita de Santa Ana a escuchar la misa. Fue durante uno de estos trayectos que la piadosa señora se topó con una escena que retaría su condición de buena samaritana.
En medio de la penumbra un desgarbado y harapiento niño negro yacía tembloroso y casi inconsciente del hambre en el suelo inmundo. Además de su deplorable estado higiénico. Era tal la fealdad de la criatura, que nadie se atrevía a tocarlo. Pero Doña Inés solo vio un niñito agonizante y tal vez abandonado.
La señora del Basto ordenó llevarlo a su casa donde fue aseado, alimentado y atendido hasta que recuperó las fuerzas. Lo que solía ser un estropajo enclenque, ahora era un vivaz y juguetón carricito que deleitaba de la risa a su benefactora con muecas y ocurrencias.
Rosarios, biblias y agua bendita
Con el agradecimiento de un perrito callejero rescatado, aquel muchachito oscuro como la noche, seguía a Doña Inés a todos lados, excepto a misa. A la hora del rosario el negrito solía escabullirse sigilosamente para no tener que cargar la biblia ni el cojín de la refinada dama antañona hasta el templo.
En un principio la mujer no había notado la ausencia selectiva del pequeño. Pero rápidamente las habladurías en su entorno llevaron el tema a su atención. Para tratar de desmentir las presuntas intrigas, Inés convidó directamente al muchachito a acompañarla. Pero una sarta de excusas que iban desde dolor de estómago hasta otros quehaceres, salían a flote cada vez que le tocaban el tema.
Ya preocupada y suspicaz la devota señora acudió al capellán de la Ermita de Santa Ana y le contó de la situación. Decidieron organizar un rosario en la casa de los Ortiz, para no darle chanche de escapatoria al escurridizo muchacho.
El grupo de rezanderas y el sacerdote se apersonaron en el hato de Doña Inés en el día y hora acordados. Armados con rosarios, biblias y agua bendita sorprendieron al negrito, quien como era de esperarse intentó excusarse sin éxito.
La calle del diablo
Inés todavía dudosa le imploraba colaboración, insistiendo en que la oración le haría bien. Cuando comenzó el Ave María, los ojos del criado se abrieron como si recibiera un corrientazo en la ingle, lloroso suplicaba que lo dejaran ir, pero su patrona lo retuvo del brazo.
“Repite conmigo: Ave María llena eres de gracia” decía la mujer seguida por los presentes, mientras el cura lo salpicaba con agua bendita. El rosario se había convertido en un exorcismo. El rostro complaciente y usualmente pícaro del niño se tornó sombrío y desafiante, dejando escapar un amenazante aullido de dolor.
Entre asombro y miedo Doña Inés y el grupo de oración se persignaron mientras un pestilente olor a huevos podridos inundaba el aire. El sacerdote ya entendido de la situación arremetió con más agua bendita e invocaciones a los santos y la Virgen, haciendo que el irreconocible infante envuelto en una humareda de azufre saliera corriendo por la calle en dirección a la entonces llamada “laguna de Maracaibo”. Nunca más lo volvieron a ver.
Los curiosos aseguran que aquel engendro era Lucifer mismo, quien se había disfrazado de niño desvalido para probar la misericordia de Doña Inés. La historia que constituye quizás una de las primeras leyendas urbanas de Maracaibo, corrió como pólvora haciendo que los lugareños rebautizaran como “La Calle del Diablo”, a la vía aledaña a la Cañada Nueva (hoy conocida como Lara).
Para protegerse del aura malévola de aquel pavoroso apelativo, años más tarde la familia Figueroa trajo de España una hermosa imagen de Cristo que mandaron a colocar fuera de su casa. El lugar terminó convirtiéndose en objeto de veneración, por lo que el obispo Rafael Lasso de la Vega renombró la vía como Calle del Cristo, sin imaginarse que en un futuro sería su nombre el que terminaría identificando al lugar donde ahora nace la avenida Bella Vista.
Vía TuReporte